La Línea en la pintura

Sentada en el suelo de la habitación enfrente de la ventana abierta, así la encontró la noche. Manuela llevaba horas esperando que algo o alguien rompiera ese lienzo, primero blanco, después gris, y al final de un negro infinito sin estrellas.

A la una de la mañana se despojó de toda su ropa, y allí, desnuda, oteó el cielo buscando una luna que la iluminara. Pensó que quizás el hueco de su ventana era minúsculo para alcanzar a ver lo que ella presumía en aquel negro inmenso. Esa reflexión se fijó con tinta en su frente, y a las dos de la mañana, con un martillo en la mano, rompió cristales, maderas, ladrillos, y la pared sucumbió ante una apertura al vacío.

Las tres de la mañana. Todo seguía igual. Manuela miró a su alrededor, una pequeña lámpara en el suelo iluminaba tenuemente una cama, decenas de fotos en las paredes, y su ropa. Entonces se levantó, se acercó a los retratos colgados, y encarándose con los rostros que no conocía, les dijo que no podían estar allí. De inmediato, desalojó la habitación, tirándolo todo por el hueco abierto. La cama le costó un poco, pesaba bastante, y el ruido que hizo al caer desde el séptimo piso provocó que su corazón zapateara enrabietado. Al lanzar la lámpara al vacío, el negro absoluto.

Sobre el suelo frío, con ausencia de todo en el alma, en total oscuridad, en imperioso silencio, Manuela supo que era el momento perfecto para que la luna iluminara su cuerpo desnudo, y como si de una llamada se tratara, su saber atrajo a la enorme esfera nevada.

Eran las cuatro de la mañana. El cuerpo desnudo de Manuela, escupido por la penumbra, brilló en blancos y amarillos, amarillos de piel antigua y de arrugas cinceladas por años de cenizas y polvo. La anciana, con los brazos abrazando sus piernas huesudas, observó sus pechos vacíos que colgaban y rozaban su tripa deformada por cicatrices.

A las cinco de la mañana la luna iluminaba con todo su aliento a Manuela, que se había puesto en pie con los brazos y las piernas en cruz, absorbiendo una luz que al tocar su boca abierta se convertía en pequeños cristales azules que ella tragaba con goce.

Las siete de la mañana. Manuela, sentada en el suelo de la habitación, se observó a sí misma mientras el cielo empezaba a clarear; tenía un cuerpo muy bonito, una piel tersa, y unos pechos firmes. Se sentía muy bien, poderosa, pero no sabía quién era, no recordaba ni su nombre.

De pronto, un ruido mecánico la distrajo de sus pensamientos. Venía del exterior, así que se asomó al hueco, y vio una especie de andamiaje que subía por la pared. Cuando aquella tarima llegó a su altura, una niña de unos diez años saltó de ella y entró en su habitación.

⸺ Hola ⸺ dijo la pequeña ⸺ Vengo a buscarte. Conozco a mucha gente que tú conoces. Con nosotros serás feliz.
La niña tendió la mano a Manuela y esta la cogió.
⸺ Por cierto ⸺ dijo la pequeña ⸺ Me llamo Manuela.
Y así, agarradas de la mano, ambas subieron al andamio.

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