SOBREPROTEGER ENGENDRA REMOLINOS DE OSCUROS DELIRIOS
EL ENGAÑO DEL AMPARO
A sus sesenta años ni se había acercado a los límites de la finca en la que nació. Trescientas hectáreas de vergel y el palacete, abrazado este por la enredadera verde, servidora de la arboleda regente.
Eran ricos, él y su madre, de forma insultante. Y eran excéntricos, incluso vivían largas temporadas fusionados en absurdas caricaturas. Cuando Oliver cumplió los treinta, durante semanas solo comieron faisán y caviar, su actividad se limitaba a la lectura de los clásicos, y su madre, la única que podía hacerlo, declamaba poemas con vestidos y antifaces blancos. Veinticinco sirvientes organizaban el pequeño reino, en exigido y categórico silencio. La voz de su madre fue la única que oyó Oliver durante toda su vida.
Hoy, ella ha muerto, y el abogado, desconocido para él, abre la boca y el sonido brota. Oliver, horrorizado, saca su cortaplumas y le secciona la garganta. Después escribe en su cuaderno: “Solo madre y los poetas son dioses con voz”.
LA ESPERA
Tiró con fuerza del cordón. El mayordomo acudió con rapidez, pero frenó su carrera en la puerta al ver a su señor, ya cadáver, tendido sobre la cama.
Irene, con el llamador aún en la mano, le ordenó: “Llama al herrero”.
Ansiaba este momento desde que cumplió los veinte, cincuenta años atrás: el instante en que su padre muriera. Había sido él quien anclara, al muro de la entrada, la gran puerta de hierro de lanzas afiladas. Todo para que Dorian no pudiera saltar y entrar a cortejarla. Ahora, ella mandaría forjar refuerzos pulidos para techarlas.
Tras una semana, Irene aún no había recibido la visita de su enamorado. Perpleja, aferrada a los barrotes, escudriñó el callejón oscuro, parido por los edificios que achicaban su caserón. Al final del paso, la luz y la multitud nunca vivida. Gritó el nombre, “¡Dorian!”, y antes de subir a su alcoba, con una sonrisa pícara, dejó el portón de hierro entreabierto.
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