Me acerco a la ventana y aparto, apenas dos centímetros, el visillo del cristal.
Por salud mental.
Necesito reemplazar a las siluetas negras que veo transitar por la calle, desde el sombrío punto medio de la sala en el que hoy habito, por mortales corpóreos a los que, si quisiera, podría insultar por su nombre. Ahora, cabezas y más cabezas, todas conocidas, fluyen al otro lado, a mí misma altura. No me ven, sin embargo, tanto olfatean, buscan y rastrean, que ya me presienten en mis guardias, y por ello, creo que sospechan que he encontrado el soñado tesoro de la cueva de Monteseco que todos buscan.
De ahí que, esta mañana, haya pintado el fregadero de color dorado, para distraerlos; si entran en casa, puede que por un instante asuman que es de oro, y mientras lo extraen, podré huir. También he arrancado el panel de madera que cubría la parte baja de las paredes; con ello, supondrán que el tesoro está escondido dentro. Les llevará tiempo picar tantos ladrillos. Así podré escabullirme, ataviada de sol y riqueza.
De repente, una de esas cabezas golpea el cristal de la ventana.
⸺ Eloísa, ¿vienes a pasear con nosotras? ⸺ grita desde fuera Antonia, mi mejor amiga.
⸺ Ahora voy ⸺ contesto resignada.
Antes de salir, guardo en el baúl las novelas de aventuras y los libros de cuentos. Miro a mi alrededor, las tablas tiradas en el suelo, el bote de pintura aún al lado del fregadero, y suelto una carcajada. ¡Ha sido divertida la mañana!, pienso mientras cierro la puerta corredera que separa la entrada de casa del resto. En el espejo del recibidor, mis ojos de niña de doce años, sonríen a la nonagenaria reflejada, y le recuerdan que tiene que coger el bastón, aunque solo sea para pulir el disfraz.
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