La Línea en la pintura

Cuando vio el faldón floreado arrugado sobre la alfombra del salón, consideró real el presentimiento que media hora antes la enjauló en un autobús. Había llegado al jardín de la casa de un potencial amigo, a los cristales de la ventana, donde el vaho de una respiración indiscreta la obligó a dibujar rayones para cerciorarse del silencio interior.

Un mes antes, Ginebra recorría inquieta el mercadillo, con un sudor cerrado pegado al cuerpo que aumentaba su peso y dificultaba su caminar; en tres años de búsqueda la conmoción nunca había sido tan fuerte.
Entonces lo vio, confundido y mezclado en una maraña de telas, el pico del faldón se irguió y la saludó; Ginebra lo rozó de manera mansa y con solo dos dedos. Allí mismo la joven revivió. Enseguida tiró de él, ya era suyo. De repente la tela se tensó, alguien disputaba el botín desde el otro lado de la mesa. Así fue como conoció a Bruno. Encontró en sus ojos desafío y él en los suyos combate, pero ninguno cedió. La dueña del puesto, sorprendida por el duelo callado y algo ridículo, intentó mediar:

⸺ Es una pieza enorme. Pueden cortarla en dos.
⸺ ¡No!⸺ gritaron al unísono.
⸺ Lo necesito, es vital para mí⸺ informó agobiado Bruno.
⸺ ¡No!⸺ chilló Ginebra con el cuerpo envarado.

Una hora después, tras el curioseo de decenas de personas, la intervención de los municipales y la amenaza final de la propietaria del faldón de no vender, Bruno pagó la tela y ambos se sentaron en un banco, aferrados al floreado tesoro que reposaba doblado sobre sus regazos.

⸺ Trabajo todo el día en el lugar más oscuro, imaginable ⸺ empezó a contar Bruno⸺ Cuando llego a casa ya es de noche y preciso rodearme de color; el faldón me convocó a su lado, necesito extenderlo sobre mi oscuridad.

Ginebra lo miró y dudo. La necesidad del hombre se le antojó difusa, pero para Bruno la obsesión contada por ella, según la cual su equilibrio y serenidad dependían solo de manosear la tela encontrada, tampoco debió ser fácil de asimilar.
Llegaron a un acuerdo. Cada uno lo tendría dos días.

Un jueves a las diez de la noche, Ginebra esperaba sentada en el recibidor a Bruno. Nunca se retrasaba. A las doce se levantó y lo llamó por teléfono. No contestó. Al amanecer estaba segura de que había muerto.

Esa mañana, ya ante su casa, se estremeció con la idea de encontrar el cadáver; Bruno le gustaba, incluso había barajado la opción de hacerlo partícipe del secreto. Giró el pomo de la puerta y esta se abrió. Con cautela se adentró en el pasillo, pero un ruido muy tenue la detuvo, después un roce de telas, unos pasos ligeros. Entró en el salón y vio a Bruno, agachado sobre el faldón y recortando una de las flores con unas tijeras. Las pupilas de Ginebra cubrieron el iris por completo, todo se volvió negro; cogió el atizador de la chimenea y partió la cabeza del hombre.

La noche la encontró en la cocina, con los brazos extendidos sobre la mesa y las palmas de las manos hacia arriba, sustentando una de las flores recortadas; tenía la cabeza inclinada sobre un cuaderno de hojas cerúleas y quebradas, y de su garganta surgía un exquisito cántico aprendido durante tres años de rastreo. Cuando concluyó la litúrgica, la flor, trasmutada en rodio, oro y platino, con diamantes rojos, taaffeitas y berilos carmesí, resplandeció. Ginebra estaba contenta, solo una duda provocaba cierta inquietud en su día: ella descubrió el diario del anterior inquilino, pero ¿Cómo se había enterado Bruno? ¿Quién más lo sabía? ¿Irían ahora a por ella?

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