La tierra de la familia de Simona subía y bajaba, y volvía a subir, y en lo más alto, el árbol que sembró su madre el mismo día que perdió la razón. Y allí, hormigueada por las hojas, se sentaba Simona todos los días a las cinco de la mañana; desenterraba su piedra de agua, recogida por la abuela la única vez que había visto el mar, y la lamía despacio. Hubiera jurado a quien le preguntara que sabía a sal y a sol. Simona solo conocía y amaba a la madre y a la abuela, “mi sostén”, le susurraba a esta cuando la esperaba en la puerta de casa a las cinco y media de la mañana. Sin más, y sin mediar palabra, las dos entraban dentro para no volver a salir hasta las once de la noche.
Un miércoles a las tres de la tarde, tras los cristales de la única ventana de la casa, y mientras seguía los juegos de pájaros que nunca podría tocar, Simona se estremeció con su propio chillido:
⸺ ¡Mamá está fuera!
⸺ ¡Maldita sea! ⸺ exclamó asustada la abuela.
Apretujadas las dos en tan pequeño hueco, no quitaron ojo al teatrillo: la mujer, flaca en demasía y desnuda, danzaba por la limitada tierra de la finca; de repente, se envaró, dirigió la mirada hacia lo alto y aulló.
⸺ ¡Dios mío! ¡Ve a por ella! ⸺ ordenó la abuela.
Diez minutos después, custodiada por la anciana de oídos atentos a ruidos foráneos, Simona arropó a su madre y le limpió con manzanilla los ojos que ya nunca cerraba. Acto seguido, las dos regresaron a la mesa y terminaron el desayuno en un silencio preñado de enfrentados recuerdos. La memoria de Simona no podía sacarla de aquel entorno, había nacido allí hacía veinte años, y allí seguía. Su única añoranza era la madre. La nostalgia de la abuela era más profunda, cerró los ojos y pinceló un nuevo lienzo. Un corrillo de hombres y mujeres que reían y hablaban. Y en él vio al marido, y escuchó el ruido de los tumultos en la calle, y palpó con su lengua el gusto de las sardinas fritas del mesón contiguo a su primera casa. Después se dibujó a ella, mucho más joven, una figura doliente que galopaba hacia la finca con una hija embarazadísima y una noche tras ellas que nunca más fue día.
La abuela se levantó y llevó el cuenco de leche al fregadero, hacía años que los olvidos la perseguían sin encontrarla. Cogió una vela, la prendió en las ascuas del hogar y abrió la puerta de la cuadra. Simona la siguió, y como a diario, recogieron huevos, llenaron dos jarras de leche y cepillaron con mimo a los dos machos negros de cuernos sosegados. A las diez de la noche se sentaron en silencio escudriñando la ventana hasta que la oscuridad pintó espejos: las once, por fin, aire fresco. Y animales y mujeres sorbieron luz de estrellas de las pequeñas briznas de hierba. A Simona le gustaba trabajar el huerto, danzar entre las colmenas de abejas dormidas y luego, sofocada, sentarse en el banco de piedra adosado al pozo.
Ese miércoles, en cambio, el agujero infinito y caliente, blanco y silbante, que los bailes soleados de su madre abrieron en su estómago, poseyó su mente con el paso de las horas, dejándola inerte. La abuela tomó con manos frías el rostro de su nieta y esta volvió en sí.
⸺Debes irte Simona. El destierro, las oscuridades, la ausencia de memorias con las que fantasear, todo ello determinará tu fin ⸺ dijo la abuela con calma.
⸺No hemos tenido noticias de Valeriano ⸺ susurró Simona.
La abuela rememoró la escena sufrida veinte años atrás, aquella con la que todo había comenzado y a la vez terminado. Se vio a sí misma en la casa familiar, llorando la muerte de su marido y su yerno. Y llorando con ella, su hermano Valeriano aferrado a las mantas que cubrían los cadáveres acribillados a tiros. Ignoraban quién o quiénes eran los ejecutores, pero él afirmaba que matarían a toda la familia para quedarse con sus haciendas y ganaderías. Así la convenció; era preciso que huyera con su hija a la finca que tenían en el monte, insistiendo en que no salieran durante el día, que nadie las viera. Lo último que le dijo su hermano fue que él se ocuparía de todo y que cuando la situación fuera segura iría a buscarlas. Nunca lo hizo.
La abuela miró a Simona y consideró compartir la certeza con la que llevaba conviviendo años. Valeriano estaba muerto. Sin embargo, solo le dijo:
⸺Baja a la villa, busca ayuda sin decir quién eres y vete lejos.
Dos días después, Simona se fue y la abuela durmió un mes acurrucada al lado de su hija, convocando por fin, un lunes, a los olvidos. Ese día a las diez de la noche la puerta se abrió:
⸺He vuelto y traigo recuerdos suficientes para un tiempo ⸺ dijo Simona ⸺ Esperaremos hasta las once. Desmenuzaremos juntas los vientos del norte.
La abuela nunca preguntó nada, y su nieta jamás le reveló que había visto a Valeriano en el pueblo. Por supuesto que, la conversación que sostuvo con los vecinos, ignorantes de quien era ella, en la que encumbraron a su tío abuelo en lo más alto en riqueza e influencia, también la mantuvo en secreto. Del mismo modo, los rumores a media voz, todos sabían por boca de otros que era un parricida.
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