Tres microrrelatos, tres personajes, nos guían por las desiguales maneras en las que su universo particular se solventa. El primero se cae, y le dejan caer, con indolencia; el segundo, tropieza con quien le alejará de la oscuridad; y el tercero, lucha, ante todo y todos.
LA HERENCIA DE PILATOS
El taburete alto (solo podía apoyar el dedo de un pie en el suelo), la terraza del bar abarrotada y su acompañante descomedido en palabras; sin embargo, Peregrino no estaba incómodo.
De pronto, Caifás se abrió paso entre la multitud a golpes de correa perruna; luego echó a correr y desapareció. Tras él llegó el perro y apoyó las patas delanteras en el taburete, abrió la boca e introdujo en ella la mitad derecha de la cabeza de Peregrino.
Nadie se turbó.
Peregrino bajó del taburete, incómodo. El perro apretó las mandíbulas. Peregrino dio solo un paso y se desplomó; su acompañante pidió la cuenta.
EL CHÓFER DEL MARQUÉS
Bailaba, oprimido por la voz desafinada de un compadre. Bailaba, en la calle más concurrida de la ciudad, donde las ventoleras que provocaban los caminantes desbocados le hacían perder cordura.
Este martes llevé a su padre a buscarlo, en casa lo esperaban los libros de ingeniería, el piano de cola y los llantos de su madre, la marquesa. En el espejo retrovisor se dibujó su boca, en un círculo perfecto, en un aullido silencioso; me engullía en una súplica.
Hoy es domingo y ahora los domingos baila, libre, en mi calle, y los espectadores lo elevan con palmas desde sus sillas de paja.
LA CIUDAD SITIADA
Real orden: “La hambruna empeora; desde hoy un vecino por casa”.
Eli rehusó a la culpabilidad cuando su padre, con las extremidades zarandeadas, voló por encima del muro. El soldado que lo lanzó, no arbitró el juego de cartas que debía sentenciar al perdedor; ejecutó sin más, guiado, esa vez, por una bolsa de monedas.
Un año atrás, Eli había comenzado a esconder lo suyo y vender, a sumar ayunos, desde el momento en el que vio un as en la manga de su padre, justo cuando a su madre la arrojaban al precipicio.
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