La Línea en la pintura

Salió de casa del sastre, y observando el cielo encapotado, abrió el paraguas con puño dorado de su abuelo. Mientras avanzaba por la acera con paso lento, una joven que caminaba hacia él fijó la  mirada entre intrigada y divertida en su persona. Qué inexplorada coquetería dominó a Leopoldo, lo ignoraba, pero irguió la espalda, como siempre le decía su madre, y con la mano izquierda atusó la larga barba que crecía hacia su pecho. Cuando la chica llegó a su lado, la muy descarada le lanzó un beso, con unos labios muy rojos, y guiñándole un ojo, con unas pestañas largas en exceso, le susurró: ⸺ ¡Guapo!⸺

A Leopoldo le aterraban las personas, y caminar por las calles de la ciudad sorteando ruido y caos, donde hombres y mujeres mudaban en potenciales rozadores de su cuerpo, derribaba las defensas levantadas durante horas frente al espejo del vestíbulo. Por eso salía de su hogar en muy contadas ocasiones: a probar o recoger el traje de cada temporada, y cuando, siendo triste obligación, la muerte de alguien suscitaba que los allegados del finado anhelaran su presencia. Siempre regresaba marchito.

Sin embargo, ese día, el episodio vivido con aquella muchacha de la cual ya no recordaba su rostro, le dibujó una media sonrisa que aún le sujetaba los pómulos al entrar en su casa, y que seguía allí cuando de frente al espejo creyó ver un nuevo color en el iris de su ojo derecho.

Dio un paso hacia atrás y observó su reflejo: figura alta vestida con chaqué y pantalón negro de lana, chaleco de tafetán floreado y corbatín claro; el sombrero de copa y los guantes en la mano izquierda.

Un ruido de cacerolas lo sacó de su ensimismamiento y empezó a desvestirse. En un minuto todo a su alrededor era un revoltijo de telas. Y así, desnudo, se dirigió a la cocina.

⸺ Buenos días ⸺ lo saludó un hombre fornido, absorto en cortar un pimiento en tiras lo más finas posibles.

⸺ Buenos días,Gaspar. ¿Puedes dejar por un momento lo que estás haciendo y mirarme el ojo derecho? ⸺ contestó Leopoldo.

El hombre levantó la cabeza y posando el cuchillo en la mesa, masculló: ⸺ Deberías vestirte, no es decoroso ir todo el día desnudo por la casa ⸺.

⸺ Está bien, lo haré. Pero ahora mírame el ojo ⸺ insistió molesto Leopoldo sentándose en una silla.

⸺ Tienes una mota bastante grande de color rojo al lado del azul. ⸺ dijo Gaspar con incredulidad.

⸺ Ayer no estaba. De hecho, hace más de tres años que no aparece un color nuevo en mis iris ⸺ susurró alarmado Leopoldo ⸺. El último fue el amarillo con forma de triángulo de mi ojo izquierdo, y coincidió con la paliza que aquellos ladrones me dieron.

⸺ No creo que debas darle tanta importancia ⸺ comentó inseguro Gaspar.

⸺ ¿Cómo te atreves?⸺ gritó enojado Leopoldo ⸺ Toda mi vida ha estado marcada por esto, ¿es que no lo sabes?. Es la maldición que la familia de mi padre ha arrastrado durante generaciones y que acaba con su vida en edades muy tempranas. No me trates como si fuera un infante.

Leopoldo, airado, se fue de la cocina y subió de forma precipitada las escaleras que conducían al piso de arriba.

Gaspar sintió pena por él. Observando la lumbre recordó el primer día que entró en la casa: venía del entierro de su madre, y desde ese mismo momento sirvió y vivió allí con su padre, como antes había hecho el abuelo; en medio de la cocina, una señora de negro y un niño pálido de unos cinco años, vestido con ropa de hacía por lo menos un siglo, y con un miedo irracional a mirarlo siquiera, le dieron la bienvenida. Su vínculo nunca fue fuerte, su madre lo mantenía apartado de cualquier relación estrecha, excepto de ella misma y de un trasnochado tutor que impartió clases a Leopoldo durante muchos años. Ahora los dos pasaban de los setenta, y ninguno hablaba con nadie. Gaspar suspiró, se encogió de hombros y volvió al trabajo.

Leopoldo entró en la habitación desquiciado:

⸺ ¡Madre! ¡Ayúdame! ⸺ chilló el hombre hacia la figura sentada en la cama ⸺.

⸺ Por favor Leopoldo, no grites, y vístete, tu actitud es inadmisible ⸺ dijo la anciana con voz tranquila.

⸺ Madre, otro color ha surgido en mi ojo derecho ⸺ expresó con temor Leopoldo.

⸺ ¡No puede ser! ¿Dónde has estado? ¿Con quién has hablado?⸺ preguntó nerviosa la mujer ⸺ Ya sabes que cualquier emoción puede matarte, tu padre, tu abuelo, todos tus ancestros…

⸺ Pero madre, solo he estado en casa del sastre ⸺ objetó Leopoldo.

⸺ ¿Cuál es el nuevo color? ⸺ preguntó la anciana.

⸺ Rojo, y la mancha es bastante grande ⸺ contestó su hijo.

Aquella mujer, ya nonagenaria, abrió los ojos con incredulidad, no podía ser, lo había protegido durante setenta años de cualquier relación exterior, del siglo veinte, del veintiuno, y sobre todo de la mujer, de la mujer en mayúsculas. Un dolor fuerte en el pecho le quebró el pensamiento.

⸺ ¡Gaspar! ¡Gaspar! ⸺ Los aullidos de Leopoldo llegaron a la cocina como reclamos de truenos.

La madre muerta en la cama, Leopoldo sentado en el suelo con las manos cubriendo el rostro, y Gaspar en la puerta, sin aliento y con solo una idea en la mente, heredada, tatuada en el alma.

Con ternura le aparta las manos de la cara, tiene los ojos abiertos, los colores, todos ellos, le cubren iris, pupila, esclerótica y córnea.

⸺ No veo nada ⸺ manifestó con voz serena Leopoldo.

⸺ Lo sé ⸺ dijo Gaspar. Él estaría allí, sorteando las transformaciones en negro que al final se lo llevarían.

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