EL TRÁNSITO
Julián sale de casa y la luz de la bombilla exterior ilumina sus manos abiertas al cielo. Busca unas gotas de lluvia que no llegan.
Baja la pendiente con la mirada puesta en la tierra seca. Los pies se van acomodando suavemente, levantando una minúscula nube de polvo en la que dos insectos revolotean y chocan soltando chispas.
La casa de al lado está vacía, sus vecinos desaparecieron días atrás, quizás porque la colina que comparten se volvió loca.
La primera señal, una semana antes, había sido clara. En el cielo nocturno asomaron unas luces blancas que danzaron con movimientos en apariencia erráticos; luego se unieron en singulares norias que giraron y se acercaron velozmente a las casas. Cada luz llevaba enganchada una barcaza por la que asomaban figuras de anormales contornos. Uno a uno, los extraños seres fueron saltando al vacío desapareciendo en la oscuridad.
Por la mañana, uno de aquellos sujetos, a medias entre hombre y no hombre, apareció por el camino. No habló, silbó de forma suave y muchos más individuos, o entes, o ángeles, surgieron de la nada.
Al mismo tiempo que esos seres se distribuían por la colina y por las tierras de Julián, la finca de sus vecinos se fue disipando en una niebla amarillenta.
En los días sucesivos Julián no durmió, ni comió, ni bebió… ni lo necesitó. Observaba, sobre todo al primer individuo que llegó, con un parecido inquietante a un insecto enorme, y que tornaba, solo con tocarlas, el color rojo de las manzanas en un pálido gris. A Julián le resultaban más irresistibles y apetecibles. Los demás seres se dedicaron a levantar pequeños altares con forma de punzón. Allí clavaban las manos, y su sangre, de un color amarillo claro, caía en la tierra, secando al instante cualquier atisbo de verde.
Trabajaban día y noche.
Julián, sentado a la puerta de su casa, aislado en un ruido de enjambre, vio como convertían las tejas de su tejado en pequeñas olas de agua salada que se mantenían en lo alto. Caía una sola gota sobre su banco, el cual, poco a poco, se disolvió como el azúcar. Julián se quedó en el suelo pegajoso deseando irse para siempre.
“Llegó el momento”, pensó.
Entró en su casa después de siete días. Nada había cambiado. Desnudo se miró en el espejo de la sala. Piel áspera, sin agua, con una pátina negruzca que recreaba en sí mismo el actual exterior.
Ahora ya está fuera, ha bajado la pendiente y, recostado en el suelo, respira tan de cerca la tierra que le huele a flores de muerto. Cierra los ojos por un momento, y al abrirlos de nuevo ve su cuerpo frente a él, aún recostado, inmóvil, grande, de un tamaño gigantesco. Se sube encima, camina por la cara que antes era suya, y levanta uno de los párpados: la pupila sin vida refleja la imagen de una hormiga, lo que ahora es.
Su primera reencarnación.
Debe huir de allí.
La pendiente se le antoja eterna.
En su camino se cruza con aquellos que siguen desdibujando su colina.
Los montículos altos, antes tan verdes, son ahora de un rojo profundo.
Afiladas espadas de barro atraviesan de un extremo a otro sus árboles.
Aquel ser, el primero de todos, lo ve y se acerca con una manzana gris en la mano, la posa al lado de Julián y se va.
La manzana se abre, se hincha y se expande en una alfombra dulce. Con recelo, Julián se sube encima, y percibe una suave marea que le transporta hacia la escalera que, en medio de todo aquel caos, ha surgido de repente, erguida, segura, conectada con otra conciencia que se intuye en lo alto.
Y hacia ella se dirige.
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