POR DETRÁS SE VE LUZ
Cada día, a medianoche, la campana de la iglesia tañía tan fuerte que el estómago de César giraba sobre sí mismo. Recomponiéndose, como el gran patriarca que era, salía al centro del pueblo y aseguraba a voz en grito que todos estaban dentro de sus casas.
Según la noche, y por orden recibida, salían y procesionaban durante horas por el lugar, muertos de sueño los viejos, y vestidos de miedo los demás.
Tiempo atrás, la aldea era normal, aburrida incluso. Hasta que un domingo por la mañana el pueblo se despertó rodeado por muros que soldaban las casas entre sí; paredes altas de tres pisos que dejaron a todos boquiabiertos en el centro de la plaza, vacía de niños y niñas.
Buscaron a los nietos, llamaron a gritos a las hijas y lloriquearon las madres por sus hijos.
Registraron las casas, se subieron a los árboles, revolvieron los pajares; los niños habían desaparecido. Se olfateaban temerosos, esperando que alguno de ellos tomara la iniciativa y encontrara una explicación plausible, cuando un estruendo les llegó del este. Allí se levantaba su iglesia.
Del santuario quedaba el pórtico, unido por las columnas laterales a dos altos muros, pero donde antes estaba el campanario, ahora solo se veían nubes. Sin embargo, aunque la torre se había desvanecido, la campana seguía en su sitio, flotando en el aire, callada, y meciéndose como recién dormida. Se acercaron al portón de madera que durante años les había dado la bienvenida a la casa de su dios. Estaba cerrado, pero por el orificio de la cerradura se veía luz.
Miraron a César, al más viejo del pueblo, al gran patriarca.
César se acercó y se asomó al agujero. Solo luz. Una luz blanca que lo quemaba todo.
Sus campos, los que trabajaban a diario, esfumados; los montes, que escondían el sol cuando silbaban de vuelta a casa, evaporados; su existencia perdida en una blancura infinita.
Al incorporarse, César habló:
―Esperaremos. Alguien nos dirá algo.
Los jóvenes decidieron inspeccionar el pueblo. No encontraron ningún hueco por el que salir, excepto la antigua casa del zapatero, en ruinas desde hacía años. La puerta, comida por la maleza, estaba rota, y la luz exterior se colaba por el callejón que las altas paredes habían formado. Solo unas cuerdas les impedían seguir. Se disponían a cortarlas, cuando llegó César, y dándoles el alto, les advirtió sobre la señal de prohibido el paso que presidía la entrada.
―Volvamos a nuestras casas―les dijo a todos.
Y a ellas regresaron, con sus ventanas traseras tapiadas, y sus aparatos de radio y televisión enmudecidos.
Al amanecer del segundo día, les llegaron las pautas que debían seguir en forma de panfletos colados por debajo de las puertas.
Un tañido de campana y debían encerrarse en casa. Dos tañidos, y tocaba hacer el recuento. Tres, y recogerían los alimentos dejados en la puerta de la iglesia. Y así, hasta diez órdenes diferentes que organizaron sus vidas las siguientes semanas, y que les quitaron las ganas de hablar, pero no la capacidad de pensar.
Por las noches se reunían y discutían, y silenciaban con ternura a los que lloraban. Su deber era escapar y existía una brecha en su encierro. Todos estaban de acuerdo, excepto César. “Hemos de obedecer”, suplicaba con el gran patriarca.
De nuevo en la madrugada de un domingo, César se despertó sin escuchar ningún tañido. Se sentía bien.
Salió a la calle; se encontró solo, con el pueblo vacío. En las paredes de la casa del zapatero vio las huellas del paso de sus vecinos. Caminó hacia atrás, regresó a la plaza, y se sentó en un banco esperando la siguiente orden. No llegó. Así vivió dos semanas, cada día más fuerte su cuerpo, y más vacío su espíritu.
Cuando la campana rompió el silencio un día a las tres de la tarde, su tañido incesante se clavó en la mente de César, y de inmediato, se preguntó cuál sería la orden que debía obedecer.
Sentado en su banco, con el ruido ensordecedor consumiendo su oxígeno, sus ojos entrecerrados vislumbraron una figura oscura con pies luminosos que, dándole la espalda comenzó a caminar y que con voz clara le pidió seguirla.
Caminó tras ella, y al llegar a la casa del zapatero, aquel ser pronunció solo tres palabras:
―Sal de aquí.
César observó el callejón y las cuerdas. Miró la señal. Tocó la pared rugosa, los entrantes y salientes del muro y comenzó a escalar.
La campana dejó de sonar. Y en el silencio se oyó con voz clara y un poco resignada, una sola palabra:
―“Necio”.
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