La Línea en la pintura

LOS HECHIZOS DEL PATRIARCA

Hernán ya tiene el cuerpo roto cuando caen sobre él. Sus brazos reciben decenas de pinchazos de las agujas que antes flotaban por encima de su cabeza mientras cantaban una copla de triste final. Las gotitas de sangre, de maravilloso color ámbar, se deslizan hasta sus manos. Todas juntas, sobre las palmas, mudan a pequeñas canicas de colores que reflejan el verde y el azul del bosque que las rodea.
Recostado sobre el gran árbol, observa cómo las esferitas ruedan de sus manos hacia el suelo. Al tocar tierra, y como si de verdaderos cristales se trataran, estas se resquebrajan y dejan salir de su interior diminutos insectos que, con el sufrimiento agónico de la primera bocanada de aire, huyen.
Mira sus piernas. Sus ropas cuelgan en jirones, mientras que su piel, de un tono marrón claro, se arruga como un mapa marcado por surcos de hermosos dibujos.

Acerca las manos a la cara y toca unas mejillas ardientes, unos labios estremecidos y los ojos más abiertos jamás acariciados.
Siente el latido del gran castaño a su espalda, y con vergüenza agacha la cabeza. El pulso del Patriarca del bosque se acelera y su voz truena:
⸺ ¿Por qué has regresado? Solo has estado fuera dos días y has vuelto a mí. Conoces las consecuencias de tu acto. Sabes que poco a poco tu cuerpo perderá su condición humana y se secará convirtiéndose en lecho para tus hermanos.
Hernán, que recuerda los golpes y aún siente el escozor que en sus ojos ha provocado el líquido abrasador que aquellos hombres le arrojaron, gimotea con la esperanza de un perdón:
⸺ Los humanos no me reconocieron como a uno de los suyos. No tuve cuidado, y descubrieron que mi sangre no es roja. Además, para no sentirme tan solo, me había llevado, escondidas en mi sombrero, unas cuantas hojas de mi amigo Caso, el ciprés. Así que, cuando destapaba mi cabeza, las agujas danzaban sobre mí entonando melodías que asustaban a todos.

El Patriarca suspira. Durante cuatrocientos años ha aplicado su magia en incontables ocasiones, un poder heredado de su padre, y este del suyo; un encantamiento por el que muchos árboles jóvenes se sienten atraídos y que pocas veces resulta satisfactorio. Se han perdido demasiadas vidas. Por ello, cada vez son más altas las voces de los ancianos que, cuando un árbol de reciente nacimiento solicita convertirse en humano, se oponen a tal cambio.
Con tristeza, contempla al pequeño ser que descansa a sus pies; su aventura parece haber sido insignificante. En Hernán aún subsisten algunos rasgos humanos, pero las ramas empiezan a asomar por las mangas de la camisa. Eso sí, se secan en cuanto respiran.
Han pasado dos horas y a los pies del gran castaño solo quedan raíces y brozas marchitas.
Con nostalgia, el Patriarca observa en el hueco de su tronco, reviviendo los recuerdos que evocan las ropas andrajosas de sus aventuras juveniles. Y es que su magia no termina en lo que todos saben.
Coge una de las canicas escondidas bajo los vestidos y creadas con su savia. Se cerciora de que nadie lo ve y la lanza a unos metros de distancia. En medio año, otro árbol joven empezará su aventura y él estará allí. Le gusta vivir como un hombre, y ha fragmentado su espíritu en varias biografías por el mundo. Un día tendrá que hacer por uno de sus hijos lo que su padre hizo por él: asumir la resurrección del vástago y su propia muerte. Aspira el aire con fuerza. No ha llegado el momento.
Mira hacia el nimbo del sol y sueña: “Creo que la próxima vez navegaré el cielo”

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