La Línea en la pintura

ESA FUERZA DEL TEATRO

El luminoso, con el rótulo de la obra, danzó en color rojo alrededor suyo incitándola a entrar.

Abril cruzó la calle, subió los dos peldaños destellados en cereza y el teatro la devoró.

Cuando la monumental puerta se cerró tras ella, un soplo de viento la elevó acunándola con suavidad. Fue conducida por sinuosos pasillos, hasta que, después de planear sobre un oscuro patio de butacas, la hundió en el primer asiento de la primera fila.

La representación ya había comenzado, pero en el escenario, iluminado de manera difusa, la historia de una tragedia discurría al margen de la niña sentada en una silla en el fondo. Cuando uno de los actores, la interpeló: “Bianca, recoge tu maleta”, ella obediente se acercó al centro del escenario y cogió un pequeño maletín, atestado de sellos y cuños que justificaban el desteñido color ocre de su piel.

Cariacontecida, pero con ojos sonrientes, Bianca se embebió en las caricias y las despedidas guionizadas, mientras se dirigía hacia el fondo con pasos firmes. Se vio frente a un decorado vestido en rojos y naranjas, con árboles de otoño sumidos en una niebla de excesiva pesadez. Antes de desaparecer, engullida por la naturaleza de cartón, volvió la cabeza hacia el patio de butacas, miró a Abril y, con un movimiento grácil de la mano, le indicó que se acercara.
Y allí estaban las dos, con las caras a escasos centímetros de un panel de confusos colores, y con el ruido vago de unos diálogos por detrás. Bianca cogió la mano de Abril, la miró y gritó:

—“Salta”

Un universo cálido las recogió, la niebla se disipaba entre sus dedos, y un sol naranja empapaba con delicados rayos las copas de los árboles. Caminaron por valles, danzaron en desfiladeros, compitieron en igualitarias carreras con gigantescos saltamontes; mordisquearon rojas manzanas, y diseñaron, con hilos dorados en la hierba, un mapa de sueños.

Mientras hablaban, Bianca abrió su maletín, sacó un viejo reloj, y al mirarlo dijo:

—“Es hora de regresar”.

Cogidas de la mano, se pusieron frente a un tronco, y saltaron. Aparecieron de nuevo en el escenario, justo en el momento en el que caía el telón. Allí mismo se despidieron.

Abril se pasaba todos los días por el teatro cuando salía del colegio, pero las puertas permanecían cerradas, y el luminoso languidecía apagado.

Un día lluvioso se sentó en lo alto de las escaleras, y algo llamó su atención. Por debajo de la puerta asomaba la esquina de un papel.

Lo rescató de una oscuridad que ese día brillaba en carmín, y las palabras en él impresas la dejaron sin aliento. Era una carta de Bianca, donde, con pequeñas y bien dibujadas letras, le contaba sus viajes, sus saltos; se quejaba de que las obras de teatro en las que vivía, discurrían en paisajes y ciudades ya conocidos. En los últimos renglones, una promesa, volvería cuando la obra las pudiera transportar, a las dos, a una gran aventura.

Abril empezó a escribir sus propias cartas, las llevaba al teatro y las deslizaba por debajo de la puerta. Allí, de pie, esperaba la luz roja que iluminaba la rendija, y los escalones, y sus propias zapatillas; podía saborear con sus ojos el dulce aroma del vínculo.

Un lunes por la noche, Abril, frente al teatro, dibujó sonrisas y guiños dorados en su sombra. El luminoso le cantaba con la luz cereza tan deseada: “Amélie”.

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