Carol y su padre aceleraron el paso cuando el reloj de la iglesia les avisó, con tono ronco, de que ya eran las doce de la mañana. Iban a llegar tarde, y la sola idea de que sus sillas se quedaran vacías más de cinco minutos, perló de sudor la frente de ambos.
Subieron los cuatro escalones que morían en la puerta roja, la imponente puerta que, con gesto burlón, los engullía a diario, a ellos, y a todos los vecinos de Cantoverde (…)