DIOSAS Y DIOSES
No sabía por qué estaba allí.
De pie y sin rostro en una calle repleta de gente.
Su vida y sus recuerdos se habían convertido en la mancha informe que los escaparates de las tiendas le devolvían de sí misma.
Invisible para toda la gente que, con demasiada prisa, pasaba a su lado y la empujaba con rostros cansados y brazos caídos.
Sintió el tirón de un hilo negro que salía de su cabeza y que la hizo levitar un palmo sobre el asfalto.
Y caminó, adentrándose en un parque lleno de árboles, de tierra húmeda, pero no se percibían olores ni sabores dulces, al respirar las flores.
El hilo negro tiró de nuevo de ella, pero con el deseo irrefrenable de contradecirlo, se sentó en la orilla de un estanque.
Inclinada sobre el agua, su cara empezó a dibujarse en facciones débiles.
Tras ella se reflejaron los rostros de más personas, sujetos por otros hilos negros que, como el suyo, se perdían en un cielo sellado por nubes.
Del agua se levantó un aroma sereno que le interesó, pero a los dioses no les gustó que el entresijo de sus mandos viera la luz y toda la neblina de un océano cayó sobre ella.
Sus ojos ciegos buscaron con el olfato ese olor a ropa vieja, a piel seca que le había rozado, y extendió los brazos para abrazarlo.
En ese momento, unas manos huesudas agarraron las suyas donde dulcemente dejaron caer un puñado de semillas rojas.
Fue entonces cuando escuchó su voz, una voz ronca, una voz moribunda de mujer cansada:
“Has llegado para quemar la ciudad negra. Estás aquí, sin saberlo, intentando renovar esta tierra hambrienta. Disiparé la neblina y ante ti surgirá una escalera que deberás subir en silencio. Arrasa lo que los dioses han creado para vosotros y darás lugar a un nuevo ciclo de vida que te conectará con el todo”.
En ese mismo instante, se hizo la luz.
Y vio. Observó la multitud triste, los edificios de negro, los árboles que recordaban en rictus serio sus sonrisas de siglos atrás.
Allí estaban las escaleras, construidas con tinta, con pantallas relucientes, con relatos de odio.
Peldaño a peldaño llegó a la cima, donde solo crecía una rama sin árbol a la que se agarró con fuerza. En su cabeza, las ideas se aclararon, pero los dioses se pusieron nerviosos, agitaron su hilo negro y lo movieron de un lado a otro para que ella cayera de nuevo al mundo.
Las hojas de su rama iban cayendo a sus pies formando una pira entre roja y marrón que se movía en pequeñas olas y de la que surgía una melodía con el sonido hueco de lo que está muy lejos en el tiempo.
Supo lo que tenía que hacer. Ella era instrumento de las diosas de la tierra.
Arrojó las semillas rojas al rojo manto crujiente y una llama se alzó en un pequeño remolino. Solo tuvo que fruncir sus labios, soplar, y el fuego encaró el primer peldaño, luego el segundo, y llegó a la ciudad negra creciendo en olas que traían oscuridad y llevaban luz naranja, que arrasó todo allí abajo.
De las brasas recuperó una semilla. Lanzándola al aire cayó sobre el paisaje yermo y un hilo rojo la conectó desde abajo.
Pensó que la lucha entre los dioses de arriba y las diosas de la tierra tenía visos de seguir cruenta y feroz.
A ella la moverían ambos bandos. Resistiría el tirón del hilo negro que la unía a los dioses y controlaría el hilo rojo que renovaría el ciclo para todos aquellos que nacieran entre las hojas caídas.
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