Obra "Aunque no sepas mi nombre"

Primero la perseguí entre los pequeños muros que cimentaban un núcleo de casas oscuras. Fuera de él, solo la arena, vestida por el sol, me condujo por estrechos surcos amarillos hacia la figura sombría, que se recortaba sobre un cielo mitad gris, mitad blanco. La distancia entre las dos no disminuía, aunque mis pies se movían rápidos, ajenos al cansancio y al miedo interior que horas de insomnio habían gestado.

Éramos dos diminutos puntos en aquel arenal, hasta que aquellos cauces dorados nos dirigieron, a perseguidora y perseguida, hacia un parapeto oscuro que cortaba el horizonte.  Convertido este en convoy en décimas de segundo, abrió sus puertas, tragándose la figura que yo seguía, y paralizándome a mí con la inseguridad que crea el miedo.

Allí estaba yo, delante del tren, en un silencio que, con personalidad propia, se adueñaba de todo. Subí los dos escalones, las puertas se cerraron detrás de mí, y aquella máquina, pensada para circular por raíles, comenzó a deslizarse por el yermo paisaje.

Observando el vagón, deseaba y temía al mismo tiempo posar mis ojos en la figura sombría que me haría temblar de inmediato. Sin embargo, todos los pasajeros que vi, y que me veían, eran de luz clara. Tendría que estudiarlos. Uno de ellos había clavado su cuchillo en Leo.

Me acomodé en el último asiento, y en ese mismo instante, la moneda que descansaba en el bolsillo de mi pantalón y que me había traído hasta allí, comenzó a vibrar.
Leo la llevaba siempre consigo; herencia de su padre, junto a una nota que decía: “Esta moneda guiará tú vida. Ella sabrá lo que necesitas en cada momento, aunque tú lo ignores; en esos instantes vibrará y tú la lanzarás al aire. En cuanto salga cara, el universo en su integridad se alineará para favorecerte, pero al llegar el día en que todo deba terminar, cuando estés cansado de vivir, la moneda lo sabrá, y la cruz te facilitará un rápido fin”.

Y así discurrió su vida, hasta que, horas antes, Leo había agotado sus ganas de ser. De pie, frente a aquel gran tronco seco, tiró la moneda al aire y, por primera vez, salió cruz. A continuación se sentó en el suelo, apoyó la espalda en el árbol, y se tapó los ojos con el ala del sombrero.
Allí me acomodé yo también, a la sombra oscura y mirando la profundidad del negro de las casas que teníamos a lo lejos. Y allí me dormí.

Pocos minutos después, cuando abrí los ojos, Leo estaba muerto; un cuchillo y tres hilos de arena, como trenzados por el mismo aire, asomaban del agujero de su pecho y fueron cubriendo su cuerpo hasta que desapareció. Al levantar la mirada fue cuando la vi, una figura oscura que se alejaba de mí, y se acercaba a los muros del poblado.
“¿Y la moneda?”, pensé. Bajé la vista y allí estaba, encima de todo aquel montón de arena. La cogí y la tiré al aire. Salió cara. Así comenzó la persecución.

Y así fue como me vi sentada en aquel tren, al lado de una mujer vestida de negro, y con rostro de arrugas muy antiguas.
Si yo miraba hacia la derecha, el ritmo de respiración de la anciana se ralentizaba tanto que temía pararlo, pero si giraba mi cabeza hacia la izquierda, el paisaje que recorría el tren se convertía en abanicos de colores en constante movimiento, y no lo soportaba. Así que miré al frente, al asiento vacío, y sobre él tiré la moneda. Salió cara. Y entonces el tren se detuvo. La mujer se levantó, la miré y me miró; y sus ojos sonrientes lucharon con el rictus serio de su boca, la cual dejó salir dos palabras que quedaron, por un segundo, impresas en el aire:

— Bájate conmigo.

Aparté la vista, y negué con la cabeza. Y así, sin más, la vieja se bajó al desierto, y yo me encaminé hacia la parte delantera mientras el tren se ponía de nuevo en marcha.

Busqué al siguiente pasajero, que resultó ser un hombre joven recostado en su asiento de forma indolente. A sus pies descansaba un perro blanco, que me observaba mientras su compañero de viaje ni se daba cuenta de mi presencia.
Me senté a su lado, y sin mirarlo, lancé la moneda al aire. Salió cara. Entonces, inclinándome para acariciar el suave pelo del animal, de mi garganta brotó la pregunta con la que intenté abofetear al joven por sorpresa:

— ¿Mataste a Leo?.

En ese momento, volvió su cabeza hacia mi, y sonriendo me contestó:

—No conozco a nadie llamado así, pero lo que si sé, es que debes bajarte del tren conmigo ahora mismo.

Entonces me aferré a los brazos del asiento, metí la cabeza entre las piernas, y permanecí con los ojos cerrados mientras el tren se detenía, y el joven y su perro desaparecían. No me levanté hasta que el vaivén y el ruido de la máquina empezaron a mecerme en un sueño no deseado.

Analía miró a la chica con un atisbo de pena. Esta, una hora antes, sentada a su lado, lanzaba una moneda al aire, y con los ojos entrecerrados y el cuerpo lánguido, agotado, le había contado su extraña historia. Analía analizó las oportunidades ofrecidas por la moneda, y desperdiciadas por la joven, para bajarse del tren. Lo que acontecería, en seguida , sería solo culpa de aquella terca muchacha de la que no sabía ni su nombre.                                                                                                                                                                                                                                   Todo lo sucedido con Leo, la persecución, su viaje en tren, Analía lo había vivido en una alucinación envuelta en manto negro; pero ahora la moneda quería ser suya, pensó con lucidez, y ella la deseó como nunca había deseado nada. Sacó del manto el segundo de los cuchillos,  encontrado por ella entre los muros del poblado, y dispuesta a clavarlo en el pecho de la joven, se levantó. De repente, el tren frenó en seco, Analía cayó al suelo sobre el arma, y esta le rompió en dos el corazón.

La hija de Leo, nieta de Lope, bisnieta de Amalio y tataranieta de León, despegó los párpados, abrió la mano y contempló su moneda: cara.

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