Con ochenta inviernos consumidos, Gabriel todavía recorría sus tierras con los mismos harapos que cincuenta años atrás su mujer le cosió.
Cuando ella murió, nunca más se remendaron.
Se observaba a si mismo con gesto indiferente, y el verde de su camisa, pálido y desvaído, se alzaba sobre su rostro bilioso. Olvidaba a menudo su nombre, y hacía años que no recordaba los de sus dieciocho hijos. No le preocupaba demasiado, todos sus hijos e hijas nacieron con la mente en blanco. La llegada del primero fue dura. El niño nació con los ojos muy abiertos, de un azul desteñido y sin luz reflejada. Y no lloró, nunca, ni él , ni sus hermanos nacidos posteriormente; todos con los mismos ojos vacíos, en los que ni objetos, ni personas, ni sombras o luces se revelaban. Todos resultaron ser iguales, empezaron a hablar con tres meses, pero sólo para contestar preguntas concretas a sus padres; en cualquier otro caso, nada, silencio. Entre los hermanos se comunicaban de forma singular: mediante gestos con rostro y manos, y algún que otro sonido que resultaba delicado, pero incomprensible para los demás.
Tras el nacimiento de los tres primeros(…)