Saltaban como pulgas amaestradas en un circo abandonado; daban vueltas sobre sí mismos, igual a perros a quienes niños ociosos les hubieran atado latas llenas de clavos; y lloraban, lloraban a modo de plañideras contratadas por un retraído viudo sin pena.
Catorce hombres, nueve mujeres y tres niños.
Simón era el único que se mantenía tranquilo, sentado en el frío suelo con los pies apoyados en una caja de madera repleta de manzanas rojas. Tres meses antes, asomado a la ventana de un sexto piso, sintiendo el aliento caliente de las veinte personas que lo estrechaban y con los que compartía la casa, ya barruntaba aquel final (…)