
La última vez que Selma vio el vestido de flores fue por la noche, cuando danzaba desnuda, dando vueltas y brincos entrelazados con los muebles del salón: estaba arrugado sobre el sofá, con el rojo de las rosas, fundido en el morado de las gerberas, y los tirantes blancos intentando gatear hacia el suelo. “Al vestido debió espantarle el baile”, se dijo con una risita nerviosa horas más tarde, mientras desayunaba en la cocina y tras haberlo buscado por todo el piso sin encontrarlo. Después, un ahogo se instaló con ella en la ducha, al principio fue leve, pero la conquistó de forma violenta cuando abrió el armario y eligió uno de los muchos trajes de chaqueta que la camuflaban en el trabajo.
Se miró en el espejo del ascensor que la subía a su oficina. Ya respiraba mejor, sin embargo, su piel era más blanca y no reconoció los ojos, que vio reflejados, como suyos.
⸺“Estás perdiendo la cabeza”⸺ le dijo a su doble mientras se ajustaba los cuellos de la camisa blanca sobre la chaqueta negra.
A las nueve de la noche, Selma, envuelta en la vorágine diaria de conversaciones cruzadas, cifras que saltaban de un ordenador a otro y medias sonrisas que escondían ansiadas estocadas, había olvidado por completo lo ocurrido durante la mañana; hasta que, de nuevo en el ascensor, el rostro que la miró desde el espejo le resultó, por un instante, desconocido.
Cuando llegó a casa se sirvió una copa de vino, caminó insegura hasta la habitación y abrió el armario, decorado durante años con trajes oscuros y camisas blancas. En una esquina colgaba el que, desde esa mañana, era su único vestido. Se lo puso, el tejido ligero y las rayas rojas, azules y blancas del estampado la trajeron de vuelta; la velada trascurrió entre músicas, bailes y cena con frutas sin piel.
El amanecer la descubrió abandonada y apática, convencida de que, por mucho que buscara, el vestido de rayas no aparecería por ningún rincón de la casa.
Su doble del ascensor estaba seria y envarada. Selma iba pensando que así tenía que ser, cuando al entrar en su despacho vio colgado de la percha el vestido de flores.
⸺ ¡Cristóbal! ¿Cómo ha llegado aquí este vestido?⸺ le increpó Selma a su secretario.
⸺Disculpe, Señora Presidenta, pero lo trajo usted ayer ⸺ contestó confundido el hombre ⸺ de la misma forma que el vestido de rayas que trae hoy, colgado del brazo.
Selma cerró la puerta del despacho y se sentó en su sillón, desconcertada. A la doble del ascensor le había costado años ser influyente y poderosa. Tras unos minutos sonrió y se preguntó cuál de los dos se pondría para la reunión de las once.
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