
EN BLANCO
Con ochenta inviernos consumidos, Gabriel todavía recorre sus tierras con las mismas ropas que cincuenta años atrás su mujer le confeccionó.
Cuando ella murió, nunca más se remendaron.
Se observa a sí mismo con gesto indiferente, y el verde de su camisa, desvaído, se alza sobre su rostro tintado por la bilis. Olvida a menudo muchas cosas, y hace años que no recuerda los nombres de sus dieciocho hijos. No le preocupa, sus hijos e hijas nacieron con la mente en blanco.
La llegada del primero fue dura: lo parieron con los ojos amplios, de un azul desteñido y sin luz reflejada. Y no lloró, nunca, ni él, ni los hermanos que lo siguieron; todos con los mismos ojos vacíos. Ojos en los que ni objetos, ni personas, ni sombras o luces se revelaban. Brotaron idénticos. Ya hablaban con tres meses, pero solo para contestar preguntas concretas a sus padres; en cualquier otro caso, nada, silencio.
Entre ellos se comunicaban de forma singular: mediante gestos, recreados con manos y músculos faciales, y algún que otro balbuceo incomprensible para extraños.
Tras el nacimiento de los tres primeros, su mujer y él se marcharon del pueblo, distanciándose de un ecosistema en el que ya despuntaba el rechazo.
En los siguientes cuarenta años nada les alejó del barranco que era su hogar, aunque sus vidas no fueran fáciles, aunque sus hijos florecieran envueltos en una incógnita. Los chicos atraían sucesos extraños. El primer día de cada mes, los dieciocho se cogían de las manos formando un círculo, las nubes cercanas se apelotonaban sobre él y una lluvia fina caía, congelándose antes de tocarlos. Aquella brillante cúpula vibraba con una melodía suave que les hacía mecerse durante horas. Después, todos estaban más risueños.
Gabriel intentó criar diferentes tipos de animales, pero a pesar de las indicaciones dadas a sus hijos, y a que estos seguían sus consejos; pese a su duro trabajo, todas las crías se morían a los pocos días de nacer.
La salvación llegó el día que su hijo más pequeño cumplió dieciocho años. Una pareja de leones, un macho y una hembra, mansos sin reservas, asomaron por el camino que conducía a la casa, entraron en la cuadra y se recostaron. Gabriel, enmudecido, miró a su hijo menor, quien, cerrando la puerta para dejar descansar a las grandes bestias, dijo: “ahora todo irá bien”. Y así fue. Al tercer día de su llegada, la leona parió una oveja que les da lana y leche infinita. Una semana después, puso un huevo del que nació una gallina que los alimentará para siempre.
Y la mágica fertilidad de la leona continúa, un ternero cada dos meses, lechones ya criados, y un perro que acompaña a Gabriel en sus paseos.
Hoy ha amanecido como cualquier otro día, pero las horas han traído reptando una oscuridad que los ha empapado de raíz. El sol se ha ido. Sus hijos han dejado de hablar, ya ni contestan a sus preguntas; los pies de todos ellos se han vuelto negros, y sus ojos respiran una blancura aún más inquietante.
Gabriel decide irse, buscar un lugar más seguro para ellos. El viaje será largo, adentrarse aún más en lo sepultado de la tierra. Deben huir.
Mientras habla con sus hijos, descubre sobre su cabeza la causa de esa bruma negra: el cuervo. Está aquí para prevenirlos, la amenaza de antaño los acecha. También ha venido a buscarlo. Su tiempo ha terminado. Posa entonces su mirada en aquellos hombres y mujeres que han formado parte de su vida. “Fuisteis alumbrados y vividos, pero os borraréis sin dejar huella”, pensó, “Mejor así”.
Gabriel les da sus últimas órdenes: que le entierren con su mujer y que se vayan lejos, hacia el este.
Y Gabriel muere.
Los hermanos y los leones, empiezan su peregrinaje. Días eternos. Noches de explanadas negras, de horizontes punteados por inestables líneas.
Un día, que es igual que otro, la hermana mayor se adelanta separándose del grupo. Llega al horizonte perdido y ve. Blanco, luz. Ese es su sitio. Y allí se quedan.
De noche, los dieciocho se reúnen en círculo alrededor de la leona, va a parir. El bebé, recién nacido, grita a pleno pulmón y los mira a todos con unos grandes y expresivos ojos marrones.
Lo llaman Gabriel.
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