La Línea en la pintura

YO SOY TIERRA

No podía culpar a nadie de las ojeras que, como dos uniformados soldados, le voceaban desde el espejo. Así que, tras cuatro días sin dormir, y aislada entre piedras caldeadas por una reducida lumbre, lloró.

Cientos de lágrimas cayeron en el suelo de madera. Antes, una a una, resbalaron por su cara y danzaron despacio por los pliegues de la ropa, sin secarse, sin ser absorbidas por piel o tela. La mujer dejó de llorar, y observó como el diminuto río que se había formado, discurría entre los tablones y se dirigía a la puerta; lo vio desaparecer por debajo de esta y respiró, con la boca abierta, el olor a canela que dejó. Entonces se asomó a la única ventana de aquel encierro, siguiendo, con ojos enrojecidos, la crecida del agua que había parido. Delante de ella se dibujaron montes, árboles, soles, donde antes todo era niebla tejida con hilos blancos; percibió como saciaban su sed y crecían en colores cada vez más agudos para su oído.

De vuelta al calor del fuego, se preguntó quién era ella. Cuatro días antes, se había despertado allí mismo, comprendiendo que era mujer, sabiendo que conocía y reconocía un mundo en el que ella nunca caminó, ni amó, ni respiró. De repente, se fijó en un pequeño charco que el río de sus lágrimas había dejado atrás. En él, estaba creciendo un diminuto nenúfar de color plata, y eso la hizo sonreír. Lo acarició con cuidado, y al tocarlo lo recordó todo.

El caos.

Recordó el ruido de centenares de ramas quebrándose, y como llegaron los últimos soplos del norte a morir sobre ella. Una sola vez, esa, anheló unas manos que aislaran sus sentidos en movimientos danzarines. Unas manos que pudieran volver a crearlo todo.

Ella era tierra, era matriz. Ella era la única que perduraría.

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