La Línea en la pintura

Salvador retuvo el aire en los pulmones, hasta que su boca se abrió buscando alivio a la presión. No quería respirar, necesitaba esquivar el pestilente vaho que emanaba de la olla que tenía delante.

Llevaba sentado en aquella silla horas, con las manos atadas a la espalda, y los pies sujetos con bridas a las patas de la mesa del comedor de su tía Socorro. Se había despertado en esa posición después de tomar el café del desayuno, en el que Salvador supuso que la mujer habría diluido alguno de sus muchos medicamentos.

Y allí estaba ella, Socorro, agitada, nerviosa, recorriendo la sala igual que haría un niño jugando con un balón invisible. Le había puesto delante aquella cazuela, llena de ramas e insectos flotando en agua hirviendo, mientras le gritaba:

⸺ ¡Come! Esto es con lo que yo me alimento a diario.
⸺ Pero tía, no puedes decir eso ⸺ contestó Salvador con ojos llorosos ⸺ ya sabes que tenemos pocos recursos, y que yo solo como una vez al día en el trabajo, pero tú ingieres carne, pescado, fruta. Nuestra pequeña parcela nos da lo suficiente para alimentarte a diario.

Socorro miró a su sobrino con ojos perdidos, era muy vieja, y pensó que ya nada importaba. Cogió un cuchillo y rompió las ataduras que tenían inmovilizado a Salvador. Después se asomó a la ventana que daba al patio, y vio cómo su sobrino se abrazaba al único árbol que allí crecía.

En ese momento Salvador rezaba para que la naturaleza le diera algo bueno, lo necesitaba. Apretó, como hacía todos los días, la rama hueca del árbol, y entonces esta comenzó a palpitar; fue un parto fácil. Un gran pez resbaló hasta sus manos, y Salvador se volvió hacia su tía con rostro iluminado.

Socorro lo miró, vio las ramas, los insectos, y lloró.

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