Una pequeña tienda se ahoga al girar la esquina, donde Silvestre apalea, sin compasión, un acordeón que heredó de su abuelo. Todos los días paso delante de ella, una puerta de madera vieja siempre abierta, que deja salir una oscuridad vestida con enigmas. En la pared, un cartel de descolorido color rojo, con la palabra miscelánea en letras blancas cientos de veces lavadas, hace que mi fantasía se convierta en niña otra vez.
Todos los lunes me siento con Silvestre en su banco, enmudece el acordeón, y las historias de un hombre flaco, comido y vomitado por otros hombres, llenan horas con riñas y guerras, con amores y abrazos trastornados. Sin embargo, ayer, lunes otra vez, pase de largo por la conversación y entré en la tienda levitando a diez centímetros del suelo. No había nadie. De pronto, la voz de Silvestre me llegó desde atrás:
—¿Puedo ayudarte en algo?…