La Línea en la pintura

LA CASA

Somnolienta, Adriana recorrió el final del pasillo, oscurecido por la pila de cajas amontonadas, unas sobre otras, a lo largo de las paredes. Llevaba dos años en aquella casa, pero la luminosidad de la sala, en la que desembocaba su travesía matinal, cada día la impelía a regresar a la cama.

Al entrar en la estancia, con la taza de café en la mano, se quedó parada observando el entorno: tres paredes de cristal que dejaban ver la planicie amarilla, ocre, infinita. Como todas las mañanas se sentó en el único mueble que habitaba el salón, una hamaca de madera que, desde el primer día que ella llegó, se balanceaba sin parar, sin nadie o nada que la moviera. Con los pies encogidos debajo de su cuerpo, cerró los ojos mientras la hamaca la mecía de manera delicada.

De repente, el vaivén cesó. Adriana se levantó, se sentía confusa, era la primera vez en dos años que aquello sucedía. Se pasó toda la mañana frente a la mecedora, ahora inmóvil, sin saber qué hacer, hasta que su estómago empezó a rugir. Entonces se dirigió a la cocina, pero la comida que siempre la esperaba encima de la mesa, no estaba. “¿Qué está pasando?”, se preguntó Adriana.

Recordó su primer día allí: había buscado la casa más apartada del mundo, la más alejada de cualquier ser humano que pudiera hacerle daño de nuevo. Descargó las cajas donde atesoraba toda su vida, se despojó de la ropa que vestía y, junto con el coche que la había llevado allí, la quemó en una gran hoguera que permaneció ardiendo tres días. Al entrar en lo que iba a ser su hogar, una calma, exhibida como envuelta en un gran pañuelo de seda blanco, la poseyó. Era ya noche oscura, así que se acostó en el mismo suelo de la entrada y se durmió. Por la mañana, el olor a café recién hecho la despertó. La taza, humeante, la esperaba sobre la mesa de la cocina, también apareció la comida a las dos de la tarde, y la cena a las nueve. No sabía quién o qué preparaba todo aquello, ni quién o qué tenía su baño listo a las diez de la noche, pero tampoco le importaba; ella solo quería acunarse en el abrazo de la hamaca y dejar que sus ojos pasearan libres por el sol exterior. Su mente embebida en el vacío parecía curar su alma.

Habían pasado dos años desde aquel primer día. Ahora, todo, hasta el aire, estaba en suspenso, y Adriana, respirando el vértigo del abandono, se sentó en el suelo frente al gran ventanal. Ya no recordaba como hilar pensamiento y acción, y el fantasma de su vida anterior, solo aparecía de vez en cuando de manera furtiva.

De repente, un leve cosquilleo en el pie le hizo bajar la vista. Lo que vio, produjo el encogimiento de sus pulmones al tamaño de dos manzanas: tres personas diminutas, de menos de diez centímetros de altura, la estaban mirando, tocando, y le hablaban. Abrió la boca para gritar, pero un destello de luz cegadora la encerró en un gran frasco fabricado en agua azul, mientras una dulce voz cantaba: “Llegó tu hora”.

Un mes más tarde, el ruido de un coche acercándose a la casa, trajo consigo el frenético movimiento de decenas de diminutos pies corriendo. Adriana se desperezó recostada en la pata del balancín de la mecedora. Hoy le tocaba columpiarse junto a Aida, Cecilia y Alonso. Le encantaba.

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