CUANDO EL INSTINTO DESPERTÓ AL CARRUSEL
Salté hacia atrás cuando la pelota rebotó con demasiada fuerza en la pared, destapando cientos de ventanas diminutas; y entonces asomaron brillantes luces que me hicieron olvidar el juego antes comenzado.
Con sigilo, arranqué las cortinas de oro de un pequeño tragaluz. Medían poco más de cinco centímetros, de forma alada, y dibujadas por dentro en huecos de negro y plata.
Al retirarlas, el agujero dejó pasar más luz y me agaché para respirarla.
Olía a sol.
En mi lado de la pared era de noche, una noche de tres años que me convirtió en pálida seguidora de un dios que me mantenía con entretenidos juegos y engañosos espejos, pero sin palabras, sin melodías, sin textos, sin paisajes.
Aún agachada, acerqué mi cara a una de las ventanas y me asomé.
Y otra realidad se presentó.
Un universo que no necesitaba paredes para golpear, una planicie blanca en la que los carruseles, de minúsculos animales, giraban solo con hablarles de forma amable.
Y allí mismo, la música, la algarabía, el ruido, rasgaron mi noche.
Las diminutas cortinas, aun agazapadas en mi mano, agitaron las alas y levantaron el vuelo; pintando en el aire trazos dorados, despertaron al resto de telas que cubrían las pequeñas ventanas, y todas juntas vibraron en ruido ensordecedor.
Y mi pared cayó.
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