El que más y el que menos, todos en su familia velaban por algún secreto de otro. Amalio salvaguardaba en su interior las confidencias de su abuela. Veneraba a la mujer que, sentada en una silla encajando bolillos, había sido capaz, sin levantar la cabeza de su labor, de gestionar y ordenar toda una casa con tantos nietos como hijos; sin embargo, lo que le confesó aquel domingo, hacía ya unos cuantos años, era inverosímil. Ambos salían de la iglesia, abrazados, él enterraba a su padre y ella a uno de sus cinco hijos. Aquel dolor los desveló en la noche, y cuando todos dormían, la cocina a media luz y dos tazas de café se tornaron en espectadores mudos de sus desahogos.
⸺ Yo tengo la culpa de la muerte de tu padre ⸺ se lamentó la mujer, eludiendo la mirada de su nieto.
⸺ ¡¿Qué dices, abuela?! ⸺ exclamó atónito Amalio.
⸺ Esto que voy a contarte no se lo dirás a nadie. Es más, ni tú, ni yo, volveremos a hablar del tema, nunca.
El muchacho pensó que el dolor había trastornado a su abuela, así que entrelazó sus dedos con los suyos y se dispuso a escucharla, toda la noche, si era necesario.
⸺ Amo a tu abuelo, aun así, la vida es larga, y hubo un tiempo, cuando ya teníamos a dos de nuestros cinco hijos, que pasamos una mala época. No te quiero contrariar con los detalles, solo diré que tuve una breve e intensa relación con otro hombre. Lo había visto alguna vez en la iglesia, pero nadie conocía al caballero, seductor y muy guapo, que se acomodaba al fondo. Sin embargo, al poco tiempo, empecé a sentirme extraña a su lado; se acercaba, siempre con sigilo, y me agarraba por la espalda, con fuerza, en silencio, y se quedaba así, sin contar el tiempo. En una ocasión, se fundió en el abrazo a lo largo de dos horas. Y no sé el porqué, pero no dije nada, aunque todo el cuerpo me dolía; no era una caricia, me oprimía, con actitud posesiva y taciturna. La que fue la última vez, dejó de respirar durante minutos, según dijo para inhalarme y saborearme con más profundidad después. Ese día corté la relación. No me pidió explicación, ni clamó por una segunda oportunidad, se limitó a mirarme con las pupilas por entero dilatadas. Y habló, con una voz rara, como si se colara entre unas cuerdas vocales cerradas que no querían dejarla pasar, “Todos los varones venideros de tu familia que lleven el nombre de su padre morirán antes de cumplir los cincuenta años”. Dicho esto, desapareció para siempre.
⸺ ¡Oh, vamos abuela! ⸺ protestó Amalio, con dulzura ⸺ no puedes creer que ese despropósito tiene algo que ver con la muerte de mi padre.
⸺ Él no fue el primero, tu tío murió a los cuarenta y ocho. Mis dos hijos mayores muertos antes de los cincuenta, y ambos en accidentes absurdos. Ten cuidado Amalio. José es el nombre heredado, generación tras generación, para los hombres de la familia, todos fuisteis bautizados con él. Hasta la muerte de mi primer hijo, el miedo a la maldición lanzada por aquel hombre, lo consideré irracional, pero merecido, la penitencia de una cristiana vieja y adúltera. Ahora, solo te pido una cosa, cuando tengas un hijo, no le bautices con ninguno de tus nombres, ni Amalio, ni José. Ignoraste mis consejos en su día y te casaste con tu prima, así que sentirás presión por partida doble. No te sometas.
Amalio, años después de aquella noche, miró a su abuela desde el altar de la iglesia, apoyado en la pila bautismal, donde bautizaría a su primogénito en pocos minutos. Ella estaba sentada en uno de los bancos, con la cabeza alta, pero los ojos opacos por una demencia que la devoraba desde la muerte de su segundo hijo. Pocas veces había pensado en la conversación de aquella noche, pero una inquietud, aunque leve, agitaba sus despertares, justo tras saber que su mujer esperaba un varón.
⸺ ¿Qué nombre habéis elegido para este niño? ⸺ preguntó el cura.
⸺ Antonio José ⸺ contestó la madre del bebé.
⸺ ¡No! ⸺ gritó repente Amalio, mientras todos los presentes lo miraban desconcertados ⸺ ¿Cuál es su nombre, Padre?
⸺ Oriol ⸺ manifestó confuso el párroco.
⸺ Así se llamará mi hijo ⸺ sentenció Amalio.
En la fiesta posterior, y en cuanto cesaron las discusiones, enfados y reproches de todos los presentes en la ceremonia, Amalio disfrutaba de la música, los bailes y el copioso banquete. Con su hijo Oriol en el regazo, lo contempló con la exaltación propia del poder, sin percatarse de las tiernas miradas que se cruzaban su mujer y el cura.
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