La Línea en la pintura

Los hombres de negro cayeron por la pendiente rodando, dando vueltas sobre sí mismos, y con las cabezas golpeando las piedras salientes de la tierra.

Al amparo de la cima, Isaac tensó su arco y apuntó a los que se levantaron al llegar abajo. Si alguno volvía a subir, dispararía. Ninguno lo hizo, corrieron hacia el horizonte oscuro y se perdieron. Entonces miró al único hombre que permanecía tendido a unos cuarenta metros; se movía y gemía, así que, a regañadientes, bajó, receloso y con las flechas prevenidas.

⸺ ¡Dispara!⸺ le gritaron sus hermanos. Ellos se habían quedado atrás, como siempre. Isaac los miró. Vociferaban con aspavientos propios de enajenados por miedos insuperables; los amaba, ellos eran su carne, y él su guardián.

Al verlo allí tirado, tan cerca, Isaac observó que el hombre de negro no parecía tan hombre, y pensó que era una pena que el rojo de la sangre hubiera ensuciado aquel hermoso cabello naranja. “Es solo un niño, no tendrá más de veinte años. La herida de su cabeza es fea. Lo llevaré a casa”, pensó Isaac.

El joven sollozaba con los ojos envueltos en un halo de pánico, aquel gigantón lo estaba levantando del suelo como si la gravedad no existiera en aquella tierra.

La subida de la pendiente, ambientada por la banda sonora de gritos y quejas de quienes esperaban arriba, fue rápida. Isaac, ignorándolos, entró en su casa y tendió en la cama el cuerpo casi inerte del muchacho; cogió agua, unos trapos limpios, y con una delicadeza impropia de manos tan toscas lavó y curó la herida.

Mientras la luz del ocaso entrando por la ventana iluminaba las dos figuras, en la penumbra de la sala saltaban y corrían sombras con forma humana, llevándose las manos a la cabeza, lanzando improperios al aire, y suplicando a un dios invisible que iluminara a Isaac en aquel despropósito.

⸺ ¡Callaros! El muchacho pasará aquí la noche. Nos turnaremos para vigilarle, pero no quiero escuchar más protestas ni gritos ⸺ exclamó Isaac.

En silencio, todos cogieron sus arcos, se colocaron rodeando la cama, y apuntaron al joven del pelo naranja, que los miraba como quien ve los originarios monstruos de su infancia.

Isaac contempló a sus hermanos, y en sus ojos se dibujaron los primeros días al amparo de la cima. Seis niños pequeños y su padre, aquel padre que les había guiado lejos de la guerra, que les hizo caminar durante casi un año, y que no descansó hasta que, después de no ver a nadie durante un mes, encontró el lugar perfecto para defenderse de quien fuera.                                                                                                                                                 Tras la cima se acababa el mundo, y por delante solo existía la cuesta, la bajada enfocada al exterior. Todo se veía llegar. Y hasta hoy no había venido nadie. Isaac se preguntó si los hombres de negro serían parte de la guerra.

Habían pasado cincuenta años, su padre muerto desde hacía cuarenta y nueve, pero la promesa de proteger a sus hermanos estaba grabada a fuego en su garganta, en las últimas palabras que colgaron del hilo que los unía.

⸺ ¡Isaac! ¡Ya es de día! ⸺ gritó uno de sus hermanos.

Todos acompañaron al joven del pelo naranja al borde de la cuesta, algunos querían empujarlo, pero Isaac lo impidió.

Pablo descendió a trompicones, y no volvió la cabeza hasta que no estuvo abajo. Al mirar hacia arriba, vio a los hombres con los que había pasado la experiencia más aterradora de su vida: siete individuos semidesnudos, con arcos rudimentarios en las manos, y que se comunicaban entre sí en un idioma irreconocible, plagado de gruñidos y gestos.                                                                                                                                                                                              Todavía asustado, sacudió el polvo de su traje, ahora destrozado, y pensó en sus compañeros, que habían huido sin mirar atrás. En ese mismo momento, camino de su coche, Pablo decidió dejar el trabajo. Después de todo, ser comercial de aspiradoras no era el sueño de su vida. Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, cogió los folletos con los que trataba de embelesar a los dueños de cada casa, y los arrugó con rabia.

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