Desde el uno de enero, todos los días a las cinco de la tarde, llovía en la calle de Belinda. Con las gotas de lluvia caían entremezcladas otras de gasolina, que hacían que la húmeda cortina oscureciera el cielo. El fuerte olor lo impregnaba todo, y mientras las doscientas personas que allí vivían, jadeaban angustiadas detrás de las ventanas, Belinda se preguntó si aquel dios, en el que no confiaba, algún día lanzaría la cerilla que todos esperaban y temían.
A las cinco y media, el sol surgía de nuevo, vigoroso; y los vecinos, ya fuera de sus pisos, se afanaban con las mangueras, desde los tejados, desde las azoteas, para hacer desaparecer todo rastro de peligro. Era una calle de apenas cien metros, y en las aceras de las dos perpendiculares a ella, se aglutinaban decenas de personas, cada día, a las cinco menos cinco de la tarde, sin atreverse a entrar, solo para vivir el prodigio.
Día a día, y familia tras familia, los habitantes de aquella calle se fueron mudando a otras, dejando las casas abandonadas en manos del capricho de quien sabía quién. En cuanto todos los pisos de un edificio quedaban vacíos, y el último vecino salía de él, una oscuridad total se adueñaba de la calle; no se veía nada, y un ruido ensordecedor, paralizaba a todos sus moradores durante un tiempo que no sabían contar. Cuando volvía la luz, un muro de piedra había cubierto por completo el edificio, sin ventanas, sin puerta; y entonces, niños, adultos, y ancianos, cargados con múltiples enseres, con muebles, corrían hasta el final de la vía sin mirar atrás.
El dos de marzo, Belinda se levantó de la cama muy tarde, se asomó a la ventana, y reparó en que su edificio era el único que respiraba, vivo, en medio del túnel en que se había convertido su calle. Se pasó el día en pijama, recorriendo la casa, memorizando sus recuerdos. A las cuatro y media de la tarde cogió su bolso, y sin más, bajó las escaleras de la vivienda; en cuanto pisó la acera, y la negrura lo cubrió todo, se sentó apoyada en una de las paredes. Sacó su tabaco, encendió un cigarrillo, y esperó a que el túnel se rematara. A las cinco menos cinco de la tarde, la luz se hizo, pero esta solo entraba desde lo alto; las dos entradas de la calle habían sido cegadas, y en cada uno de los muros, un único hueco, por el que Belinda se preguntó si podría escabullirse.
A las cinco en punto, comenzó a llover. Belinda se levantó, corrió por el túnel, se deslizó por el agujero, y pasó al otro lado. Mirando hacia el muro que había dejado atrás, encendió un cigarrillo, e introduciendo su mano por el hueco, lo arrojó dentro. El fuego lo arrasó todo durante dos días. El cuatro de marzo, a las cinco de la tarde, se apagó el último rescoldo. El túnel, los edificios, la calle, todo había desaparecido; en su lugar, un selvático jardín, con tupidos árboles y olorosos frutos, afloró en cuestión de horas.
Belinda, inmóvil desde el día dos, dio un paso para entrar en el paraíso, pero un golpe de viento la detuvo; le trajo olor a gasolina desde el este. Resignada, maldijo entre dientes a su dios; la metamorfosis se iniciaba en otra calle, y él la necesitaba.
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